!El gazpacho, español!

«Quizá ha llegado la hora de aceptar que nuestra crisis es más que
económica, va más allá de estos o aquellos políticos, de la codicia de los
banqueros o la prima de riesgo. Asumir que nuestros problemas no se
terminarán cambiando a un partido por otro, con otra batería de medidas
urgentes o una huelga general. Reconocer que el principal problema de
España no es Grecia, el euro o la señora Merkel. Admitir , para tratar de
corregirlo, que nos hemos convertido en un país mediocre.

Ningún país alcanza semejante condición de la noche a la mañana. Tampoco
en tres o cuatro años. Es el resultado de una cadena que comienza en la
escuela y termina en la clase dirigente. Hemos creado una cultura en la
que los mediocres son los alumnos más populares en el colegio, los
primeros en ser ascendidos en la oficina, los que más se hacen escuchar en
los medios de comunicación y a los únicos que votamos en las elecciones,
sin importar lo que hagan.Porque son de los nuestros.

Estamos tan acostumbrados a nuestra mediocridad que hemos terminado por
aceptarla como el estado natural de las cosas. Sus excepciones, casi
siempre reducidas al deporte, nos sirven para negar la evidencia.

– Mediocre es un país donde sus habitantes pasan una media de 134 minutos
al día frente a un televisor que muestra principalmente basura.

– Mediocre es un país que en toda la democracia no ha dado un presidente
que hablara inglés o tuviera unos mínimos conocimientos sobre política
internacional.

– Mediocre es el único país del mundo que, en su sectarismo rancio, ha
conseguido dividir incluso a las asociaciones de víctimas del terrorismo.

– Mediocre es un país que ha reformado su sistema educativo tres veces en
tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del mundo
desarrollado.

– Mediocre es un país que no tiene una sola universidad entre las 150
mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores a exiliarse para
sobrevivir.

– Mediocre es un país con una cuarta parte de su población en paro, que
sin embargo, encuentra más motivos para indignarse cuando los guiñoles de
un país vecino bromean sobre sus deportistas.

Es mediocre un país donde la brillantez del otro provoca recelo, la
creatividad es marginada -cuando no robada impunemente- y la independencia
sancionada.

Un país que ha hecho de la mediocridad la gran aspiración nacional,
perseguida sin complejos por esos miles de jóvenes que buscan ocupar la
próxima plaza en el concurso Gran Hermano, por políticos que insultan sin
aportar una idea, por jefes que se rodean de mediocres para disimular su
propia mediocridad, y por estudiantes que ridiculizan al compañero que se
esfuerza.

Mediocre es un país que ha permitido, fomentado y celebrado el triunfo de
los mediocres, arrinconando la excelencia hasta dejarle dos opciones:
marcharse o dejarse engullir por la imparable marea gris de la
mediocridad.

F.

Una teoría de la clase política española virgen extra

 

                                        Imagen

En este artículo propongo una teoría de la clase política española para argumentar la necesidad imperiosa y urgente de cambiar nuestro sistema electoral para adoptar un sistema mayoritario. La teoría se refiere al comportamiento de un colectivo y, por tanto, no admite interpretaciones en términos de comportamientos individuales. ¿Por qué una teoría? Por dos razones. En primer lugar porque una teoría, si es buena, permite conectar sucesos aparentemente inconexos y explicar sucesos aparentemente inexplicables. Es decir, dar sentido a cosas que antes no lo tenían. Y, en segundo lugar, porque de una buena teoría pueden extraerse predicciones útiles sobre lo que ocurrirá en el futuro. Empezando por lo primero, una buena teoría de la clase política española debería explicar, por lo menos, los siguientes puntos:

1. ¿Cómo es posible que, tras cinco años de iniciada la crisis, ningún partido político tenga un diagnóstico coherente de lo que le está pasando a España?

2. ¿Cómo es posible que ningún partido político tenga una estrategia o un plan a largo plazo creíble para sacar a España de la crisis? ¿Cómo es posible que la clase política española parezca genéticamente incapaz de planificar?

3. ¿Cómo es posible que la clase política española sea incapaz de ser ejemplar? ¿Cómo es posible que nadie-salvo el Rey y por motivos propios- haya pedido disculpas?

4. ¿Cómo es posible que la estrategia de futuro más obvia para España -la mejora de la educación, el fomento de la innovación, el desarrollo y el emprendimiento y el apoyo a la investigación- sea no ya ignorada, sino masacrada con recortes por los partidos políticos mayoritarios?

En lo que sigue, argumento que la clase política española ha desarrollado en las últimas décadas un interés particular, sostenido por un sistema de captura de rentas, que se sitúa por encima del interés general de la nación. En este sentido forma una élite extractiva, según la terminología popularizada por Acemoglu y Robinson. Los políticos españoles son los principales responsables de la burbuja inmobiliaria, del colapso de las cajas de ahorro, de la burbuja de las energías renovables y de la burbuja de las infraestructuras innecesarias. Estos procesos han llevado a España a los rescates europeos, resistidos de forma numantina por nuestra clase política porque obligan a hacer reformas que erosionan su interés particular. Una reforma legal que implantase un sistema electoral mayoritario provocaría que los cargos electos fuesen responsables ante sus votantes en vez de serlo ante la cúpula de su partido, daría un vuelco muy positivo a la democracia española y facilitaría el proceso de reforma estructural. Empezaré haciendo una breve historia de nuestra clase política. A continuación la caracterizaré como una generadora compulsiva de burbujas. En tercer lugar explicitaré una teoría de la clase política española. En cuarto lugar usaré esta teoría para predecir que nuestros políticos pueden preferir salir del euro antes que hacer las reformas necesarias para permanecer en él. Por último propondré cambiar nuestro sistema electoral proporcional por uno mayoritario, del tipo first-past-the-post, como medio de cambiar nuestra clase política.

La historia

Los políticos de la Transición tenían procedencias muy diversas: unos venían del franquismo, otros del exilio y otros estaban en la oposición ilegal del interior. No tenían ni espíritu de gremio ni un interés particular como colectivo. Muchos de ellos no se veían a sí mismos como políticos profesionales y, de hecho, muchos no lo fueron nunca. Estos políticos tomaron dos decisiones trascendentales que dieron forma a la clase política que les sucedió. La primera fue adoptar un sistema electoral proporcional corregido, con listas electorales cerradas y bloqueadas. El objetivo era consolidar el sistema de partidos políticos fortaleciendo el poder interno de sus dirigentes, algo que entonces, en el marco de una democracia incipiente y dubitativa, parecía razonable. La segunda decisión, cuyo éxito se condicionaba al de la primera, fue descentralizar fuertemente el Estado, adoptando la versión café para todos del Estado de las autonomías. Los peligros de una descentralización excesiva, que eran evidentes, se debían conjurar a partir del papel vertebrador que tendrían los grandes partidos políticos nacionales, cohesionados por el fuerte poder de sus cúpulas. El plan, por aquel entonces, parecía sensato.

Pero, tal y como le ocurrió al Dr. Frankenstein, lo que creó al monstruo no fue el plan, que no era malo, sino su implementación. Por una serie de infortunios, a la criatura de Frankenstein se le acabó implantando el cerebro equivocado. Por una serie de imponderables, a la joven democracia española se le acabó implantando una clase política profesional que rápidamente devino disfuncional y monstruosa. Matt Taibbi, en su célebre artículo de 2009 en Rolling Stone sobre Goldman Sachs “La gran máquina americana de hacer burbujas” comparaba al banco de inversión con un gran calamar vampiro abrazado a la cara de la humanidad que va creando una burbuja tras otra para succionar de ellas todo el dinero posible. Más adelante propondré un símil parecido para la actual clase política española, pero antes conviene analizar cuáles han sido los cuatro imponderables que han acabado generando a nuestro monstruo.

En primer lugar, el sistema electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas, ha creado una clase política profesional muy distinta de la que protagonizó la Transición. Desde hace ya tiempo, los cachorros de las juventudes de los diversos partidos políticos acceden a las listas electorales y a otras prebendas por el exclusivo mérito de fidelidad a las cúpulas. Este sistema ha terminado por convertir a los partidos en estancias cerradas llenas de gente en las que, a pesar de lo cargado de la atmósfera, nadie se atreve a abrir las ventanas. No pasa el aire, no fluyen las ideas, y casi nadie en la habitación tiene un conocimiento personal directo de la sociedad civil o de la economía real. La política y sus aledaños se han convertido en un modus vivendi que alterna cargos oficiales con enchufes en empresas, fundaciones y organismos públicos y, también, con canonjías en empresas privadas reguladas que dependen del BOE para prosperar.

En segundo lugar, la descentralización del Estado, que comenzó a principios de los 80, fue mucho más allá de lo que era imaginable cuando se aprobó la Constitución. Como señala Enric Juliana en su reciente libro Modesta España, el Estado de las autonomías inicialmente previsto, que presumía una descentralización controlada de “arriba a abajo”, se vio rápidamente desbordado por un movimiento de “abajo a arriba” liderado por élites locales que, al grito de “¡no vamos a ser menos!”, acabó imponiendo la versión de café para todos del Estado autonómico. ¿Quiénes eran y qué querían estas élites locales? A pesar de ser muy lampedusiano, Juliana se limita a señalar a “un democratismo pequeñoburgués que surge desde abajo”. Eso es, sin duda, verdad. Pero, adicionalmente, es fácil imaginar que los beneficiarios de los sistemas clientelares y caciquiles implantados en la España de provincias desde 1833, miraban al nuevo régimen democrático con preocupación e incertidumbre, lo que les pudo llevar, en muchos casos, a apuntarse a “cambiarlo todo para que todo siga igual” y a ponerse en cabeza de la manifestación descentralizadora. Como resultante de estas fuerzas, se produjo un crecimiento vertiginoso de las Administraciones Públicas: 17 administraciones y gobiernos autonómicos, 17 parlamentos y miles -literalmente miles- de nuevas empresas y organismos públicos territoriales cuyo objetivo último en muchos casos, era generar nóminas y dietas. En ausencia de procedimientos establecidos para seleccionar plantillas, los políticos colocaron en las nuevas administraciones y organismos a deudos, familiares, nepotes y camaradas, lo que llevó a una estructura clientelar y politizada de las administraciones territoriales que era inimaginable cuando se diseñó la Constitución. A partir de una Administración hipertrofiada, la nueva clase política se había asegurado un sistema de captura de rentas -es decir un sistema que no crea riqueza nueva, sino que se apodera de la ya creada por otros- por cuyas alcantarillas circulaba la financiación de los partidos.

En tercer lugar, llegó la gran sorpresa. El poder dentro de los partidos políticos se descentralizó a un ritmo todavía más rápido que las Administraciones Públicas. La idea de que la España autonómica podía ser vertebrada por los dos grandes partidos mayoritarios saltó hecha añicos cuando los llamados barones territoriales adquirieron bases de poder de “abajo a arriba” y se convirtieron, en la mejor tradición del conde de Warwick, en los hacedores de reyes de sus respectivos partidos. En este imprevisto contexto, se aceleró la descentralización del control y la supervisión de las Cajas de Ahorro. Las comunidades autónomas se apresuraron a aprobar sus propias leyes de Cajas y, una vez asegurado su control, poblaron los consejos de administración y cargos directivos con políticos, sindicalistas, amigos y compinches. Por si esto fuera poco, las Cajas tuteladas por los gobiernos autonómicos hicieron proliferar empresas, organismos y fundaciones filiales, en muchas ocasiones sin objetivos claros aparte del de generar más dietas y más nóminas.

Y en cuarto lugar, aunque la lista podría prolongarse, la clase política española se ha dedicado a colonizar ámbitos que no son propios de la política como, por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Banco de España, la CNMV, los reguladores sectoriales de energía y telecomunicaciones, la Comisión de la Competencia… El sistema democrático y el Estado de derecho necesitan que estos organismos, que son los encargados de aplicar la Ley, sean independientes. La politización a la que han sido sometidos ha terminado con su independencia, provocando una profunda deslegitimación de estas instituciones y un severo deterioro de nuestro sistema político. Pero es que hay más. Al tiempo que invadía ámbitos ajenos, la política española abandonaba el ámbito que le es propio: el Parlamento. El Congreso de los Diputados no es solo el lugar donde se elaboran las leyes; es también la institución que debe exigir la rendición de cuentas. Esta función del Parlamento, esencial en cualquier democracia, ha desaparecido por completo de la vida política española desde hace muchos años. La quiebra de Bankia, escenificada en la pantomima grotesca de las comparecencias parlamentarias del pasado mes de julio, es sólo el último de una larga serie de casos que el Congreso de los Diputados ha decidido tratar como si fuesen catástrofes naturales, como un terremoto, por ejemplo, en el que aunque haya víctimas no hay responsables. No debería sorprender, desde esta perspectiva, que los diputados no frecuenten la Carrera de San Jerónimo: hay allí muy poco que hacer.

Las burbujas

Los cuatro procesos descritos en los párrafos anteriores han conformado un sistema político en el que las instituciones están, en el mal sentido de la palabra, excesivamente politizadas y en el que nadie acaba siendo responsable de sus actos porque nunca se exige en serio rendición de cuentas. Nadie dentro del sistema pone en cuestión los mecanismos de capturas de rentas que constituyen el interés particular de la clase política española. Este es el contexto en el que se desarrollaron no sólo la burbuja inmobiliaria y el saqueo y quiebra de la gran mayoría de las Cajas de Ahorro, sino también otras “catástrofes naturales”, otros “actos de Dios”, a cuya generación tan adictos son nuestros políticos. Porque, como el gran calamar de Taibbi, la clase política española genera burbujas de manera compulsiva. Y lo hace no tanto por ignorancia o por incompetencia como porque en todas ellas captura rentas. Hagamos, sin pretensión alguna de exhaustividad, un brevísimo repaso de las principales tropelías impunes de las últimas dos décadas: la burbuja inmobiliaria, las Cajas de Ahorro, las energías renovables y las nuevas autopistas de peaje.

La burbuja inmobiliaria española fue, en términos relativos, la mayor de las tres que estuvieron en el origen de la actual crisis global, siendo las otras dos la estadounidense y la irlandesa. No hay duda de que, como las demás, estuvo alimentada por los bajos tipos de interés y por los desequilibrios macroeconómicos a escala mundial. Pero, dicho esto, al contrario de lo que sucede en EE UU, las decisiones sobre qué se construye y dónde se construye en España se toman en el ámbito político. Aquí no se puede hablar de pecados por omisión, de olvido del principio de que los gestores públicos deben gestionar como diligentes padres de familia. No. En España la clase política ha inflado la burbuja inmobiliaria por acción directa, no por omisión ni por olvido. Los planes urbanísticos se fraguan en complejas y opacas negociaciones de las que, además de nuevas construcciones, surgen la financiación de los partidos políticos y numerosas fortunas personales, tanto entre los recalificados como entre los recalificadores. Por si el poder de los políticos –decidir el qué y el dónde- no fuese suficiente, la transmisión del control de las Cajas de Ahorro a las comunidades autónomas añadió a los dos anteriores el poder de decisión sobre el quién, es decir, el poder de decisión sobre quién tenía financiación de la Caja de turno para ponerse a construir. Esto supuso un salto cualitativo en la capacidad de captura de rentas de la clase política española, acercándola todavía más a la estrategia del calamar vampiro de Taibbi. Primero se infla la burbuja, a continuación se capturan todas las rentas posibles y, por último, a la que la burbuja pincha… ¡ahí queda eso! El panorama, cinco años después del pinchazo de la burbuja, no puede ser más desolador. La economía española no crecerá durante muchos años más. Y las Cajas de Ahorro han desaparecido, la gran mayoría por insolvencia o quiebra técnica. ¡Ahí queda eso!

Las otras dos burbujas que mencionaré son resultado de la peculiar simbiosis de nuestra clase política con el “capitalismo castizo”, es decir, con el capitalismo español que vive del favor del Boletín Oficial del Estado. En una reunión reciente, un conocido inversor extranjero lo llamó “relación incestuosa”; otro, nacional, habló de “colusión contra consumidores y contribuyentes”. Sea lo que sea, recordemos en primer lugar la burbuja de las energías renovables. España representa un 2% del PIB mundial y está pagando el 15% del total global de las primas a las energías renovables. Este dislate, presentado en su día como una apuesta por situarse en la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, es un sinsentido que España no se puede permitir. Pero estas primas generan muchas rentas y prebendas capturadas por la clase política y, también hay que decirlo, mucho fraude y mucha corrupción a todos los niveles de la política y de la Administración. Para financiar las primas, las empresas y familias españolas pagan la electricidad más cara de Europa, lo que supone una grave merma de competitividad para nuestra economía. A pesar de esos precios exagerados, y de que la generación eléctrica tiene un exceso de capacidad de más del 30%, el sistema eléctrico español ostenta un déficit tarifario de varios miles de millones de euros al año y más de 24.000 millones de deuda acumulada que nadie sabe cómo pagar. La burbuja de las renovables ha pinchado y… ¡ahí queda eso!

La última burbuja que traeré a colación, aunque la lista es más larga (fútbol, televisiones…), es la formada por las innumerables infraestructuras innecesarias construidas en las últimas dos décadas a costes astronómicos para beneficio de constructores y perjuicio de contribuyentes. Uno de los casos más chirriantes es el de las autopistas radiales de Madrid, pero hay muchísimos más. Las radiales, que pretendían descongestionar los accesos a Madrid, se diseñaron y construyeron haciendo dejación de principios muy importantes de prudencia y buena administración. Para empezar, se hicieron unas previsiones temerarias del tráfico que dichas autopistas iban a tener. En la actualidad el tráfico no supera el 30% de lo previsto. Y no es por la crisis: en los años del boom tampoco había tráfico. A continuación ¿incomprensiblemente? el Gobierno permitió que los constructores y los concesionarios fuesen, esencialmente, los mismos. Esto es un disparate, porque al disfrazarse los constructores de concesionarios mediante unas sociedades con muy poco capital y mucha deuda, se facilitaba que pasara lo que acabó pasando: los constructores cobraron de las concesionarias por construir las autopistas y, al constatarse que no había tráfico, amenazaron con dejarlas quebrar. Los principales acreedores eran ¡oh sorpresa! las Cajas de Ahorro. Los más de 3.000 millones de deuda nadie sabe cómo pagarlos y acabarán recayendo sobre el contribuyente pero, en cualquier caso, ¡ahí queda eso!

La teoría

Termino aquí la parte descriptiva de este artículo en la que he resumido unos pocos “hechos estilizados” que considero representativos del comportamiento colectivo, no necesariamente individual, y esto es importante recordarlo, de los políticos españoles. Paso ahora a formular una teoría de la clase política española como grupo de interés.

El enunciado de la teoría es muy simple. La clase política española no sólo se ha constituido en un grupo de interés particular, como los controladores aéreos, por poner un ejemplo, sino que ha dado un paso más, consolidándose como una élite extractiva, en el sentido que dan a este término Acemoglu y Robinson en su reciente y ya célebre libro Por qué fracasan las naciones. Una élite extractiva se caracteriza por:

«Tener un sistema de captura de rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio propio».

«Tener el poder suficiente para impedir un sistema institucional inclusivo, es decir, un sistema que distribuya el poder político y económico de manera amplia, que respete el Estado de derecho y las reglas del mercado libre. Dicho de otro modo, tener el poder suficiente para condicionar el funcionamiento de una sociedad abierta -en el sentido de Popper- u optimista -en el sentido de Deutsch».

«Abominar la ‘destrucción creativa’, que caracteriza al capitalismo más dinámico. En palabras de Schumpeter «la destrucción creativa es la revolución incesante de la estructura económica desde dentro, continuamente destruyendo lo antiguo y creando lo nuevo».  Este proceso de destrucción creativa es el rasgo esencial del capitalismo.”Una élite extractiva abomina, además, cualquier proceso innovador lo suficientemente amplio como para acabar creando nuevos núcleos de poder económico, social o político».

Con la navaja de Occam en la mano, si esta sencilla teoría tiene poder explicativo, será imbatible. ¿Qué tiene que decir sobre las cuatro preguntas que se le han planteado al principio del artículo? Veamos:

  1. La clase política española, como élite extractiva, no puede tener un diagnóstico razonable de la crisis. Han sido sus mecanismos de captura de rentas los que la han provocado y eso, claro está, no lo pueden decir. Cierto, hay una crisis económica y financiera global, pero eso no explica seis millones de parados, un sistema financiero parcialmente quebrado y un sector público que no puede hacer frente a sus compromisos de pago. La clase política española tiene que defender, como está haciendo de manera unánime, que la crisis es un acto de Dios, algo que viene de fuera, imprevisible por naturaleza y ante lo cual sólo cabe la resignación.
  2. La clase política española, como élite extractiva, no puede tener otra estrategia de salida de la crisis distinta a la de esperar que escampe la tormenta. Cualquier plan a largo plazo, para ser creíble, tiene que incluir el desmantelamiento, por lo menos en parte, de los mecanismos de captura de rentas de los que se beneficia. Y eso, por supuesto, no se plantea.
  3. ¿Pidieron perdón los controladores aéreos por sus desmanes? No, porque consideran que defendían su interés particular. ¿Alguien ha oído alguna disculpa de algún político por la situación en la que está España? No, ni la oirá, por la misma razón que los controladores. ¿Cómo es que, como medida ejemplarizante, no se ha planteado en serio la abolición del Senado, de las diputaciones, la reducción del número de ayuntamientos…? Pues porque, caídas las Cajas de Ahorro -y ante las dificultades presentes para generar nuevas burbujas- la defensa de las rentas capturadas restantes se lleva a ultranza.
  4. Tal y como establece la teoría de las élites extractivas, los partidos políticos españoles comparten un gran desprecio por la educación, una fuerte animadversión por la innovación y el emprendimiento y una hostilidad total hacia la ciencia y la investigación. De la educación sólo parece interesarles el adoctrinamiento: las estridentes peleas sobre la Educación para la Ciudadanía contrastan con el silencio espeso que envuelve las cuestiones verdaderamente relevantes como, por ejemplo, el elevadísimo fracaso escolar o los lamentables resultados en los informes PISA. La innovación y el emprendimiento languidecen en el marco de regulaciones disuasorias y fiscalidades punitivas sin que ningún partido se tome en serio la necesidad de cambiarlas. Y el gasto en investigación científica, concebido como suntuario de manera casi unánime, se ha recortado con especial saña sin que ni un solo político relevante haya protestado por un disparate que compromete más que ningún otro el futuro de los españoles.

La teoría de las élites extractivas, por lo visto hasta aquí, parece dar sentido a bastantes rasgos llamativos del comportamiento de la clase política española. Veamos qué nos dice sobre el futuro.

La predicción

La crisis ha acentuado el conflicto entre el interés particular de la clase política española y el interés general de España. Las reformas necesarias para permanecer en el euro chocan frontalmente con los mecanismos de captura de rentas que sostienen dicho interés particular. Por una parte, la estabilidad presupuestaria va a requerir una reducción estructural del gasto de las Administraciones públicas superior a los 50 millardos de euros, un 5% del PIB. Esto no puede conseguirse con más recortes coyunturales: hacen falta reformas en profundidad que, de momento, están inéditas. Se tiene que reducir drásticamente el sector público empresarial, esa zona gris entre la Administración y el sector privado, que, con sus muchos miles de empresas, organismos y fundaciones, constituye una de las principales fuentes de rentas capturadas por la clase política. Por otra parte, para volver a crecer, la economía española tiene que ganar competitividad. Para eso hacen falta muchas más reformas para abrir más sectores a la competencia, especialmente en el mencionado sector público empresarial y en sectores regulados. Esto debería hacer más difícil seguir creando burbujas en la economía española.

La infinita desgana con la que nuestra clase política está abordando el proceso reformista ilustra bien que, colectivamente al menos, barrunta las consecuencias que las reformas pueden tener sobre su interés particular. La única reforma llevada a término por iniciativa propia, la del mercado de trabajo, no afecta directamente a los mecanismos de captura de rentas. Las que sí lo hacen, exigidas por la UE como, por ejemplo, la consolidación fiscal, no se han aplicado. Deliberadamente, el Gobierno confunde reformas con recortes y subidas de impuestos y ofrece los segundos en vez de las primeras, con la esperanza de que la tempestad amaine por sí misma y, al final, no haya que cambiar nada esencial. Como eso no va a ocurrir, en algún momento la clase política española se tendrá que plantear el dilema de aplicar las reformas en serio o abandonar el euro. Y esto, creo yo, ocurrirá más pronto que tarde.

La teoría de las élites extractivas predice que el interés particular tenderá a prevalecer sobre el interés general. Yo veo probable que en los dos partidos mayoritarios españoles crezca muy deprisa el sentimiento “pro peseta”. De hecho, ya hay en ambos partidos cabezas de fila visibles de esta corriente. La confusión inducida entre recortes y reformas tiene la consecuencia perversa de que la población no percibe las ventajas a largo plazo de las reformas y sí experimenta el dolor a corto plazo de los recortes que, invariablemente, se presentan como una imposición extranjera. De este modo se crea el caldo de cultivo necesario para, cuando las circunstancias sean propicias, presentar una salida del euro como una defensa de la soberanía nacional ante la agresión exterior que impone recortes insufribles al Estado de bienestar. También, por poner un ejemplo, los controladores aéreos presentaban la defensa de su interés particular como una defensa de la seguridad del tráfico aéreo. La situación actual recuerda mucho a lo ocurrido hace casi dos siglos cuando, en 1814, Fernando VII – El Deseado– aplastó la posibilidad de modernización de España surgida de la Constitución de 1812 mientras el pueblo español le jaleaba al grito de ¡vivan las “caenas”! Por supuesto que al Deseado actual –llámese Mariano, Alfredo u otra cosa- habría que jalearle incorporando la vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos del tipo ¡viva Gürtel! ¡vivan los ERE de Andalucía! ¡visca el Palau de la Música Catalana! Pero, en cualquier caso, las diferencias serían más de forma que de fondo.

Una salida del euro, tanto si es por iniciativa propia como si es porque los países del norte se hartan de convivir con los del sur, sería desastrosa para España. Implicaría, como acertadamente señalaron Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos en EL PAÍS el pasado mes de junio, no sólo una vuelta a la España de los 50 en lo económico, sino un retorno al caciquismo y a la corrupción en lo político y en lo social que llevaría a fechas muy anteriores y que superaría con mucho a la situación actual, que ya es muy mala. El calamar vampiro, reducido a chipirón, sería cabeza de ratón en vez de cola de león, pero eso nuestra clase política lo ve como un mal menor frente a la alternativa del harakiri que suponen las reformas. Los liberales, como en 1814, serían masacrados –de hecho, en los dos partidos mayoritarios, ya se observan movimientos en esa dirección.

El peligro de que todo esto acabe ocurriendo en un plazo relativamente corto es, en mi opinión, muy significativo. ¿Se puede hacer algo por evitarlo? Lamentablemente, no mucho, aparte de seguir publicando artículos como éste. Como muestran todos los sondeos, el desprestigio de la clase política española es inmenso, pero no tiene alternativa a corto plazo. A más largo plazo, como explico a continuación, sí la tiene.

Cambiar el sistema electoral

La clase política española, como hemos visto en este artículo, es producto de varios factores entre los que destaca el sistema electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas confeccionadas por las cúpulas de los partidos políticos. Este sistema da un poder inmenso a los dirigentes de los partidos y ha acabado produciendo una clase política disfuncional. No existe un sistema electoral perfecto -todos tienen ventajas e inconvenientes- pero, por todo lo expuesto hasta aquí, en España se tendría que cambiar de sistema con el objetivo de conseguir una clase política más funcional. Los sistemas mayoritarios producen cargos electos que responden ante sus electores, en vez de hacerlo de manera exclusiva ante sus dirigentes partidarios. Como consecuencia, las cúpulas de los partidos tienen menos poder que las que surgen de un sistema proporcional y la representatividad que dan de las urnas está menos mediatizada. Hasta aquí todo son ventajas. También hay inconvenientes. Un sistema proporcional acaba dando escaños a partidos minoritarios que podrían no obtener ninguno con un sistema mayoritario. Esto perjudicaría a partidos minoritarios de base estatal, pero beneficiaría a partidos minoritarios de base regional. En cualquier caso, el rasgo relevante de un sistema mayoritario es que el electorado tiene poder de decisión no solo sobre los partidos sino también sobre las personas que salen elegidas y eso, en España, es ahora una necesidad perentoria que compensa con creces los inconvenientes que el sistema pueda tener.

Un sistema mayoritario no es bálsamo de Fierabrás que cure al instante cualquier herida. Pero es muy probable que generase una clase política diferente, más adecuada a las necesidades de España. En Italia es inminente una propuesta de ley para cambiar el actual sistema proporcional por uno mayoritario corregido: dos tercios de los escaños se votarían en colegios uninominales y el tercio restante en listas cerradas en las que los escaños se distribuirían proporcionalmente a los votos obtenidos. Parece ser que el Gobierno “técnico” de Monti ha llegado a conclusiones similares a las que defiendo yo aquí: sin cambiar a una clase política disfuncional no puede abordarse un programa reformista ambicioso. Y es que, como le oí decir una vez a Carlos Solchaga, un “técnico” es un político que, además, sabe de algo. ¿Para cuándo una reforma electoral en España? ¿Habrá que esperar a que lleguen los “técnicos”? C.M.

 

 

Despierta, es mediodía.

Prefacio por Aldous Huxley

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El hombre es un ser anfibio que vive a un tiempo en dos mundos: el mundo de lo dado y el mundo de lo hecho por él mismo; el mundo de la materia, la vida y la conciencia, y el mundo de los símbolos. En nuestro pensar utilizamos un repertorio de sistemas que son símbolos: el lenguaje, las matemáticas, el arte pictórico, la música, el ritual y lo demás. Sin tal sistema de símbolos no habría arte, ni ciencia, ni filosofía, ni siquiera tendríamos los rudimentos de la civilización: en otras palabras, descenderíamos a la animalidad.

Los símbolos son, pues, imprescindibles. Pero, como lo comprueba la historia de todos los tiempos, los símbolos también pueden tener consecuencias fatales. Como ejemplo, tómese de un lado el dominio de la ciencia, y del otro, el de la política y la religión. El pensar en términos de cierta clase de símbolos y el actuar en respuesta a los mismos nos ha permitido comprender, y hasta cierto punto dominar las fuerzas elementales de la naturaleza. En cambio, el pensar en términos de otra clase de símbolos y el actuar en respuesta a ellos nos hace utilizar esas fuerzas como instrumentos para el asesinato en masa y el suicidio colectivo. En el primer caso los símbolos estuvieron bien escogidos, cuidadosamente analizados y progresivamente adaptados a los hechos de la existencia física. En el segundo caso los símbolos originalmente mal escogidos no han sido nunca sometidos a riguroso análisis, ni tampoco se han ido mortificando para ponerlos en armonía con los hechos de la vida humana. Más aun, estos símbolos inadecuados inspiran a todo el mundo tanto respeto como si por arte de magia fueran más reales que las mismas realidades que representan. Así, en los textos de religión y de política, no se piensa que las palabras representan defectuosamente hechos y cosas, sino que, por el contrario. los hechos y las cosas sirven para comprobar la validez de las palabras.

Hasta hoy, los símbolos sólo han sido utilizados de un modo realista en materias a las cuales no damos la máxima importancia. En todo lo concerniente a nuestros móviles más profundos, persistimos en valernos de símbolos no sólo irracionalmente sino con asomos de idolatría y hasta de locura. El resultado final de todo esto es que el hombre ha podido cometer, a sangre fría y por largos períodos de tiempo, actos que las bestias sólo son capaces de cometer por breves instantes, cuando están en el colmo del frenesí, del deseo o del terror. Los hombres pueden volverse idealistas porque hacen uso de los símbolos y les rinden culto; y, por ser idealistas, pueden transformar la intermitente codicia del animal en los grandiosos imperialismo de un Rhodes o de un J.P. Morgan; el intermitente afán de pelea del animal lo pueden transformar en el Stalinismo o en la Inquisición española; y el transitorio apego del animal a la tierra que lo sustenta, lo pueden transformar en el deliberado frenesí del nacionalismo. Afortunadamente, el hombre puede también convertir la intermitente bondad del animal en la caridad de toda la vida de una Elizabeth Fry o de un Vicente de Paúl; la intermitente dedicación animal a la hembra, al macho y a la prole, la puede convertir en la razonada y persistente cooperación humana que hasta la fecha ha demostrado ser tan recia que ha logrado salvar al mundo de las desastrosas consecuencias del otro tipo de idealismo. ¿Será posible que este idealismo siga salvando al mundo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que con la bomba atómica en manos del idealismo nacionalista ha disminuido mucho la ventaja de los idealistas de la caridad y cooperación.

Ni siquiera el mejor de los libros sobre el arte de cocina puede sustituir a la peor de las comidas. El hecho es obvio. Y, sin embargo, en el transcurso de los siglos, los filósofos más profundos y los teólogos más hábiles y eruditos han caído constantemente en el error de identificar sus obras puramente verbales con la realidad de los hechos, o peor aun, han imaginado que, en alguna forma, los símbolos son más reales que aquello que representan. Este culto a la palabra no ha dejado de ser combatido. Según San Pablo: «La letra mata; el espíritu vivifica». «Y ¿Por qué ‑se pregunta Eckhart-, por qué caer en habladurías sobre Dios? Cualquier cosa que digáis de Dios es falsa». En el otro extremo de la tierra el autor de uno de los Mahayana sutras afirmó que «Buda nunca predicó la verdad, pues comprendía que tenéis que descubrirla dentro de vosotros mismos». La gente respetable se desentendía de esos dichos por creer que eran profundamente subversivos. Y así, al correr del tiempo, perduró la idolatría que exagera el valor de los emblemas y las palabras. Las religiones se hundieron en la decadencia, pero la vieja costumbre de promulgar credos y de imponer la creencia en dogmas persistió aun entre los mismos ateos.

Durante los últimos años, los expertos en lógica y semántica han hecho un minucioso análisis de los símbolos que el hombre usa para pensar. La lingüística se ha convertido en una ciencia y hasta existe una materia de estudio denominada por Benjamín Whorf meta-lingüística. Todo esto es muy encomiable, pero no basta. La lógica y la semántica, la lingüística y la meta-lingüística son disciplinas puramente intelectuales que analizan las diversas formas, correctas e incorrectas, significativas e insignificantes, en que las palabras pueden relacionarse con las cosas, los procesos y los acontecimientos. Pero estas disciplinas no ofrecen orientación alguna respecto del magno problema, más fundamental que cualquier otro, de la relación del hombre, en su totalidad psicofísica, con los dos mundos en que vive: el mundo de los hechos y el mundo de los símbolos.

En todas partes y en toda época de la historia este problema ha sido resuelto individualmente por algunos hombres y mujeres. Aunque hablaran y escribieran sobre ello, estos individuos crearon ningún sistema porque sabían que todo sistema o doctrina envuelve la tentación de exagerar el valor de los símbolos, de dar más importancia a las palabras que a las realidades que ellas representan. Su propósito nunca fue el de ofrecer explicaciones preconcebidas ni panaceas, sino invitar a la gente a hacer el diagnóstico y el tratamiento de sus propios males, lograr que vayan al lugar donde el problema del hombre y su solución se presentan directamente a la experiencia.

En este volumen, que contiene selecciones de escritos y alocuciones de Krishnamurti, el lector hallará una clara exposición contemporánea del problema humano fundamental y una incitación a resolverlo en la única forma en que puede resolverse, resolviéndolo cada individuo por sí y para sí mismo. Las soluciones colectivas, en que muchos ponen desesperadamente su fe, son siempre soluciones inadecuadas. «Para comprender la confusión y la desdicha que hay dentro de nosotros, y por lo tanto en el mundo, hemos de comenzar por hallar claridad dentro de nosotros mismos, y esa claridad surge del recto pensar. La claridad interior no puede organizarse, porque no puede recibirse ni darse a otra persona. El pensamiento que se organiza colectivamente es una mera repetición. La claridad no es resultado de la afirmación verbal sino de la comprensión de uno mismo y del recto pensar. A la rectitud del pensamiento no se llega por el mero cultivo del intelecto, ni por la imitación de modelos, aunque estos sean dignos y nobles. La rectitud del pensamiento nace del conocimiento propio. Sin comprenderse uno a sí mismo no hay base para el pensamiento; sin el conocimiento propio, lo que «uno piensa no es verdadero».

Este tema básico lo desarrolla Krishnamurti una y otra vez. «Hay esperanza en los hombres, no en la sociedad, no en los sistemas ni en los credos religiosos organizados, sino en vosotros y en mí». Las religiones organizadas, con sus mediadores, sus libros sagrados, sus dogmas, sus jerarquías y sus rituales, sólo ofrecen una falsa solución al problema fundamental. «Cuando citáis la Bhagavad Gita, o la Biblia, o algún libro sagrado chino, ¿qué hacéis, acaso, sino repetir? Y lo que repetís no es la verdad. Es una mentira, porque la verdad no puede repetirse». Una mentira puede ampliarse, exponerse y repetirse, pero no puede hacerse lo mismo con la verdad. Cuando la verdad se repite, deja de ser la verdad; por eso los libros sagrados no tienen importancia. Es a través del conocimiento propio, no a través de la creencia en símbolos originados por otros, como el hombre llega a la realidad, eterna en que está arraigado su ser. La creencia en la perfección y en el valor supremo de cualquier conjunto determinado de símbolos no conduce a la liberación, sino a la historia, a la repetición de los viejos desastres de siempre. «La creencia tiene un inevitable efecto separatista. Si tenéis una creencia, si buscáis seguridad en vuestra particular creencia, os sentís separados de aquellos que buscan seguridad en alguna forma de creencia. Todas las creencias organizadas se basan en la separación aunque prediquen la fraternidad». El individuo que ha resuelto el problema de sus relaciones con los dos mundos de hechos y símbolos, es un individuo sin creencias. Con relación a los problemas de la vida práctica, mantiene hipótesis viables que le sirven para realizar sus propósitos, y a las cuales no concede más importancia que a cualquier otra clase de instrumento. En cuanto se refiere al prójimo y a la realidad en que se afinca su vida, tiene las vivencias directas del amor y la comprensión. Es con el fin de librarse de las creencias que Krishnamurti «no ha leído ningún libro sagrado, ni la Bhagavad Gita, ni las Upanishads». Nosotros ni siquiera leemos obras sagradas; nos conformamos con leer periódicos, revistas e historietas detectivescas de nuestra preferencia. Esto quiere decir que nos enfrentamos a la crisis de nuestro tiempo, no con amor y comprensión, sino con «fórmulas, con sistemas», que en verdad tienen muy poco valor. Pero «los hombres de buena voluntad no deben tener fórmulas», porque las fórmulas conducen inevitablemente a «la ceguera del pensamiento». El apego a las fórmulas es casi universal. Y es inevitable que así sea, «porque nuestra educación se basa en qué pensar, y no en cómo pensar». Se nos educa como miembros creyentes y militantes de algún grupo: comunista, cristiano, mahometano, hindú, budista o freudiano. Por tanto, «respondéis al reto, que es siempre nuevo, de acuerdo con una norma vieja, y de ahí que la respuesta carezca de validez, de originalidad y frescor. Si respondéis como católico o como comunista, estáis respondiendo ‑¿no es verdad?- de acuerdo con el pensamiento condicionado. En consecuencia, vuestra respuesta no tiene sentido. ¿Y no es el hindú, el musulmán, el budista, el cristiano quienes han creado este problema? Así como la nueva religión es el culto del Estado, la vieja religión era el culto de una idea. «Si respondéis a un reto según el viejo condicionamiento, vuestra respuesta no os permitirá comprender el nuevo reto. Por eso, «lo que uno tiene que hacer para enfrentar el reto nuevo es librarse, despojarse enteramente del trasfondo, encararse con el reto de un modo nuevo». En otras palabras, los símbolos jamás deben elevarse a la categoría de dogmas, y ningún sistema debe considerarse más que como una conveniencia provisional. El creer en fórmulas, y los actos que de esas creencias se derivan, no pueden conducimos a una solución de nuestro problema. «Es sólo a través de la comprensión creadora de nosotros mismos como puede surgir un mundo creador, un mundo feliz, un mundo en que no existan ideas». Un mundo en que no existan ideas sería un mundo dichoso, porque sería un mundo sin las poderosas fuerzas que condicionan, que obligan a los hombres a emprender acciones impropias, sería un mundo sin los dogmas consagrados por la tradición que sirven para justificar los peores crímenes y dar estudiados visos de razón a los mayores desatinos.

Una educación que nos enseña qué pensar y no cómo pensar requiere una clase gobernante de sacerdotes y de maestros. Pero «la idea misma de dirigir a los demás es antisocial y antiespiritual. El dirigente siente satisfecho su anhelo de poder, y los que se dejan gobernar por él sienten satisfecho su deseo de certeza y seguridad. El guía espiritual provee a sus discípulos una especie de narcótico. Pero alguien podría interrogar: «¿Qué hace usted? ¿No se comporta usted como un guía espiritual?» «Es obvio ‑contesta Krishnamurti- que yo no actúo como vuestro guía, porque, en primer término, no os doy satisfacción alguna. No os digo lo que debéis hacer en todo momento, ni de día en día, sino que os señalo algo; y vosotros podéis aceptarlo o rechazarlo, de acuerdo con vuestro propio criterio y no de acuerdo con el mío. Nada os pido a vosotros, ni vuestro culto, ni vuestros elogios, ni vuestros reproches, ni vuestros dioses. Yo digo: esto es un hecho; podéis aceptarlo o rechazarlo. Y la mayoría de vosotros lo rechazará por la simple razón de que el hecho no os satisface».

¿Qué es precisamente lo que nos ofrece Krishnamurti? ¿Qué es lo que podemos aceptar, si nos parece bien, pero que con toda probabilidad preferiremos rechazar? No se trata, como hemos visto, de un sistema de creencias, de un catálogo de dogmas, ni de un repertorio de ideas o ideales. No se trata de ningún caudillaje, ni mediación, ni dirección espiritual, ni siquiera se trata de un ejemplo; ni de un ritual, ni de una iglesia, ni de un código, ni de una elevación o alguna forma de parloteo estimulador.

¿Se tratará acaso de la autodisciplina? Tampoco, pues es la cruda realidad que la autodisciplina no sirve en absoluto para resolver nuestro problema. Para hallar la solución, la mente ha de abrirse a la realidad, ha de enfrentarse con los hechos del mundo exterior y del mundo interior, sin ideas preconcebidas ni limitaciones de ninguna especie. (El servicio a Dios es la libertad perfecta. Y, a la inversa, la libertad perfecta es el servicio a Dios). Al someterse a la disciplina, la mente no experimenta ningún cambio radical; es el mismo «yo» de antes, pero «maniatado, mantenido bajo dominio».

La autodisciplina figura en la lista de cosas que Krishnamurti no nos ofrece. ¿No ofrecerá él la creación? Contestamos otra vez con la negativa. «La creación os puede traer lo que buscáis; pero la respuesta puede venir de vuestro inconsciente, o del depósito de todos vuestros deseos. La respuesta no es la voz apacible de Dios». «Veamos ‑continúa Krishnamurti- lo que sucede cuando rezáis. Mediante la repetición constante de ciertas palabras, y dominando vuestro pensamiento, la mente se aquieta, ¿no es verdad? Por lo menos la mente consciente se aquieta. Arrodillados, como lo hacen los cristianos, o sentados, como lo hacen los hindúes, a través de tanta repetición la mente del que ora se aquieta. En esa quietud brota la insinuación de algo que habéis pedido, que puede venir de lo inconsciente, o que puede ser la respuesta de vuestros recuerdos. Pero, ciertamente, eso no es la voz de la realidad, pues la voz de la realidad debe venir a vosotros; a ella no se puede apelar, a ella no se puede orar. No podéis seducirla para que venga a vuestra pequeña jaula practicando el ‘puja’, el ‘bhajan’ y otras cosas por el estilo, ni haciendo ofrendas florales, ni ceremonias propiciatorias, ni olvidándoos de vosotros mismos, ni emulando a otros. Una vez que se aprende el truco de aquietar la mente por la repetición de ciertas palabras, y de recibir insinuaciones en medio de esa quietud, surge el peligro ‑a menos que estéis en vigilancia muy alerta para averiguar el origen de tales insinuaciones- de que quedéis atrapados y la oración se convierta entonces en substituto de la búsqueda de la Verdad. Lo que pedís lo obtendréis, pero eso no será la verdad. Si deseáis, si pedís, recibiréis, pero a la larga tendréis que pagar su precio».

De la oración pasamos al yoga, otra de las cosas que no nos ofrece Krishnamurti. Porque el yoga es concentración, y la concentración es exclusión. «Erigís un muro de resistencia por la concentración en un pensamiento que habéis escogido, y tratáis de mantener alejados los demás pensamientos». Lo que comúnmente se llama meditación es el mero «cultivo de la resistencia, de la concentración exclusiva en una idea que habéis escogido». Pero, ¿cómo hacéis la selección? «¿Qué os hace pensar que algo sea bueno, verdadero, noble, y lo demás no lo sea? Es claro que la opción se basa en el placer, en la recompensa o en el éxito; o es meramente una respuesta del propio condicionamiento o de la tradición. ¿Por qué escogéis algo? ¿Por qué no examináis cada pensamiento? Si sentís interés por muchas cosas, ¿por qué razón escogéis una de ellas? ¿Por qué no investigáis todo lo que os interesa? En lugar de crear resistencia por la concentración en un interés o en una idea, ¿por qué no estudiáis cada interés y cada idea a medida que surgen? Después de todo, vosotros tenéis muchos intereses, muchos disfraces, conscientes e inconscientes. ¿Por qué preferís uno y desecháis los demás, si al oponeros a éstos creáis la resistencia, la lucha y el conflicto? Mientras que si examináis todo pensamiento en el instante en que surge ‑todo pensamiento, he dicho, y no algunos pensamientos-, entonces no hay exclusión. En verdad que es una tarea ardua el investigar cada uno de nuestros pensamientos. Porque, mientras investigamos un pensamiento, se introduce otro inadvertidamente. Pero si uno se da cuenta cabal de este proceso y sin deseo de justificar o dominar se dedica a observar pasivamente un pensamiento, notará que no habrá la intromisión de ningún otro pensamiento. Esa intromisión de otros pensamientos sólo ocurre cuando censuráis, comparáis, o inclináis».

«No juzguéis para que no seáis juzgados». Esta enseñanza del Evangelio es tan aplicable a nuestra propia vida como a nuestro trato con los demás. Cuando uno juzga, compara o condena, la mente no está abierta a la verdad, no puede estar libre de la tiranía de los símbolos y sistemas; no puede escapar al ambiente, ni al pasado. Ni la introspección con un fin predeterminado, ni el autoanálisis dentro de alguna norma tradicional, ni una serie de principios consagrados, pueden servirnos de ninguna ayuda. Hay una espontaneidad trascendente en la vida, una «Realidad creadora», como la llama Krishnamurti, que se revela a uno cuando la mente se halla en estado de «alerta pasividad», de «captación pasiva sin opinión». El juicio y la comparación irremediablemente nos conducen a la dualidad. Sólo la captación pasiva sin opción puede conducirnos a la no dualidad, a la reconciliación de los opuestos en una comprensión total, en un amor total. Ama et fac quod vis. Si amáis podéis hacer lo que os plazca. Pero si comenzáis haciendo lo que queréis, o lo que no queréis hacer, en obediencia a algún sistema, a nociones, ideales o prohibiciones tradicionales, jamás amaréis. El proceso liberador ha de comenzar con la comprensión sin opción de lo que queréis, y de vuestras reacciones ante cualquier sistema de símbolos que os diga que debéis o no debéis querer eso. Mediante esta comprensión sin opción, a medida que penetra en los estratos profundos del «ego» y del subconsciente con él asociado, surgirán el amor y la mutua comprensión; pero éstos serán de naturaleza muy distinta al amor y la mutua comprensión que nosotros conocemos. Esta comprensión sin opción ‑ en todo instante y en todas las circunstancias de la vida ‑ es la única meditación eficaz. Todas las otras formas de yoga conducen, ya sea a la ceguera del pensamiento que se deriva de la autodisciplina, o a alguna modalidad de arrobamiento provocado por autosugestión, es decir, a alguna forma de falso «samadhi». La liberación auténtica es «la libertad interior de la Realidad creadora». «No es una dádiva; ha de ser descubierta y vivenciada. No es una adquisición que habéis de retener para glorificaros a vosotros. Es un estado de ser, como el silencio, en el que no hay devenir, en el que hay plenitud. Esta ‘creatividad’ no tiene necesariamente que buscar expresión; no es un talento que requiera manifestación externa. No es necesario que seáis un gran artista ni que tengáis vuestro público. Si esto es lo que buscáis, no comprenderéis la Realidad interior. No es un don, ni es resultado del talento; este tesoro imperecedero sólo se halla cuando el pensamiento se libra de la concupiscencia, de la mala voluntad y de la ignorancia, cuando el pensamiento se libra de lo mundano y del afán de continuidad personal. Ha de ‘vivenciarse’ a través del recto pensar y la meditación».

La autocomprensión sin opción nos lleva a la Realidad creadora, que está debajo de todas nuestras ilusiones destructivas; nos lleva a la serena sabiduría que siempre está allí a pesar de la ignorancia, a pesar del conocimiento, que es meramente otra forma de la ignorancia. El conocimiento es cuestión de símbolos, y es, con demasiada frecuencia, un estorbo a la sabiduría, al descubrimiento de uno mismo de instante en instante. La mente que ha llegado a la quietud de la sabiduría «comprenderá el ser, comprenderá lo que es amar. El amor no es personal ni impersonal. El amor es amor, y la mente no puede definirlo ni describirlo como algo exclusivo ni inclusivo. El amor es su propia eternidad; es lo real, lo supremo, lo inconmensurable».

Bienvenido al Paraíso

¡¡ESPAÑA CAE!!

"Saeta a Banco de España"

¡¡ESPAÑA CAE!!

Shh…Desde los despachos europeos nos ha llegado la siguiente información filtrada por un camarada francés «LOUI» sobre la negociación de la deuda española.

Sabemos qué,el Presidente electo del Gobierno de España ,el señor Rajoy, en la última semana ha estado muy ocupado en la negociación de la deuda española con sus compatriotas europeos, examinando compromisos y fronteras para atravesar esta dura situación de todos.

No sólo griegos, portugueses o irlandeses viven una situación de rescate. La Unión Europea ha impuesto duros programas de recortes con el fin de sanear sus cuentas y hacer un reajuste de las bases europeas.España e Italia son el siguiente turno.
Las conclusiones de estas reuniones se resumen en un  «pack»  de ajustes para  «El rescate»; Consiste en los siguientes puntos:

– Se rescata a España con 300.000 millones de euros.
– 300.000 empleados públicos a la calle. (un 11% del total)
– Subida del IVA en 2 puntos.
– Subida del tipo IRPF de 2 puntos.
– Reducir las pensiones en un 5%.
– Reducir el salario de los funcionarios un 10%.
– Rescate de tres entidades financieras.
– Se limitará sacar depósitos a partir de una cantidad estipulada.

Estas son las cláusulas del contrato para recibir este recate. Esto ha sido pactado con Sarkozy y Merkel. Alemanizarse  parece el proceso exigido a cumplir por Capitán Merkel.

En el primer Consejo de Ministros , anunciarán el rescate a España. Así tragaremos mejor el «KIT» con el cava navideño, o esperarán y lo harán el día 8 cómo regalo de Los Reyes Magos. Ese día daremos la bienvenida  al » Corralito» español.

«Un rescate pactado sin necesidad real para abandonar el mercado de la incertidumbre, que envenena la posible inversión imaginaria en los mismos quehaceres de los estados miembros. » (LOUI)

» Mejor esto, qué no todos y mejor antes, qué no después» (N.S.)

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